Porque no hay otro que hable como él, él habla. Su voz florece, avanza, derruye y vence. Canta su victoria indiscutida ante tantos otros discursos que ya estaban muertos antes de nacer.
Santiago Vega, más conocido por su seudónimo, Washington Cucurto, habla. Hijo de la híbrida cultura popular argentina de fin de siglo, el escritor de 34 años, oriundo de Quilmes, es como un Roberto Fontanarrosa aún más maleducado, pero también puede ser un Julio Cortázar sin el francés y sin los ’60. Sea como fuere, la trasgresión es su marca.
Sexo, cumbia y marginalidad son algunos de los temas que retrata. Pero la genialidad de su obra no está en los tópicos que elige sino en su fidelidad. Cucurto es fiel porque escribe nada menos que sobre su propia historia.
Acerca de su primer libro de poesías, Zelarrayán, publicado en 1998, el escritor decía, en una entrevista ese mismo año: “Esta obra tiene mucho que ver con mi vida, con mi infancia, con mi padre, vendedor ambulante, que les vendía cosas a paraguayos, bolivianos, peruanos... En un momento tuve la necesidad de contar ese mundo, toda esa cosa de la inmigración”.
El arte de Cucurto pone un megáfono donde no lo hay. Saca a la luz el vocabulario de los pobres, dice lo que ellos dicen todos los días. “Megabardero”, “ultratrola”, “ticki cumbiantera” son sólo algunos adjetivos. Su valor está en su manera de reflejar ese modo de ver el mundo que se reinventa continuamente para afrontar los resultados de la crisis: la precarización laboral, la droga, la desintegración de la familia y por sobre todo, el rescate apremiante de la esperanza y el humor en el transcurrir cotidiano.
“La mía es una literatura basada en el ridículo, en el absurdo, en el despepite de vivacidades estrafalarias, de dominicanas sensuales, en un descenso estruendoso de caribepeguas, en un conventillo volando, en el gesto karadajianesco de arrebatos bonapartianos, en el tickigarche con cariño”, dice Cucurto, y cuesta no asociar esas palabras con el “glíglico” de La Maga y Oliveira en la Rayuela de Cortázar.
“Góndolas, góndolas, góndolas, mírenlas, hijas mías, hermanas y primas, como me encantaría ser un robot de pija de fierro pa embambinármelas a todas que es lo que les falta para ser mejores que la mejor vedettes...”, deseaba el protagonista de uno de sus cuentos, que trabajaba como repositor en un supermercado.
Cucurto define a su obra como “realismo atolondrado”, quizá porque le cuesta compararse con los escritores tradicionales, a pesar de las numerosas publicaciones que tiene en su haber.
Hijo del fin de las certezas, más preocupado por la búsqueda que por el arribo a conclusiones últimas, Cucurto habla. Porque nadie lo hace como él. Y su voz vence por el sólo hecho de que se hace oír. Vence porque, como él mismo dice, construye “una poesía sin más ambiciones que la de vivir”.
Rosana Quiñoa
Santiago Vega, más conocido por su seudónimo, Washington Cucurto, habla. Hijo de la híbrida cultura popular argentina de fin de siglo, el escritor de 34 años, oriundo de Quilmes, es como un Roberto Fontanarrosa aún más maleducado, pero también puede ser un Julio Cortázar sin el francés y sin los ’60. Sea como fuere, la trasgresión es su marca.
Sexo, cumbia y marginalidad son algunos de los temas que retrata. Pero la genialidad de su obra no está en los tópicos que elige sino en su fidelidad. Cucurto es fiel porque escribe nada menos que sobre su propia historia.
Acerca de su primer libro de poesías, Zelarrayán, publicado en 1998, el escritor decía, en una entrevista ese mismo año: “Esta obra tiene mucho que ver con mi vida, con mi infancia, con mi padre, vendedor ambulante, que les vendía cosas a paraguayos, bolivianos, peruanos... En un momento tuve la necesidad de contar ese mundo, toda esa cosa de la inmigración”.
El arte de Cucurto pone un megáfono donde no lo hay. Saca a la luz el vocabulario de los pobres, dice lo que ellos dicen todos los días. “Megabardero”, “ultratrola”, “ticki cumbiantera” son sólo algunos adjetivos. Su valor está en su manera de reflejar ese modo de ver el mundo que se reinventa continuamente para afrontar los resultados de la crisis: la precarización laboral, la droga, la desintegración de la familia y por sobre todo, el rescate apremiante de la esperanza y el humor en el transcurrir cotidiano.
“La mía es una literatura basada en el ridículo, en el absurdo, en el despepite de vivacidades estrafalarias, de dominicanas sensuales, en un descenso estruendoso de caribepeguas, en un conventillo volando, en el gesto karadajianesco de arrebatos bonapartianos, en el tickigarche con cariño”, dice Cucurto, y cuesta no asociar esas palabras con el “glíglico” de La Maga y Oliveira en la Rayuela de Cortázar.
“Góndolas, góndolas, góndolas, mírenlas, hijas mías, hermanas y primas, como me encantaría ser un robot de pija de fierro pa embambinármelas a todas que es lo que les falta para ser mejores que la mejor vedettes...”, deseaba el protagonista de uno de sus cuentos, que trabajaba como repositor en un supermercado.
Cucurto define a su obra como “realismo atolondrado”, quizá porque le cuesta compararse con los escritores tradicionales, a pesar de las numerosas publicaciones que tiene en su haber.
Hijo del fin de las certezas, más preocupado por la búsqueda que por el arribo a conclusiones últimas, Cucurto habla. Porque nadie lo hace como él. Y su voz vence por el sólo hecho de que se hace oír. Vence porque, como él mismo dice, construye “una poesía sin más ambiciones que la de vivir”.
Rosana Quiñoa
No hay comentarios:
Publicar un comentario